
Pues si la muerte es así, oye, casi que me apunto. Mola. Muero porque no muero. En mi funeral Rozalén no hará una maravillosa versión de “Peces de ciudad”, como hizo en el de Ana Belén, pero estoy casi seguro de que los amigos que vendrán a presentar sus faltas de respeto no serán menos cabrones que los que lo hicieron en el velorio de Leiva o Xavier Sardá. No era un asunto que ocupara mucho mi atención hasta este momento, convencido como estaba de la máxima epicúrea que afirma que cuando la muerte esté ya no estaré yo, pero ahora que parece que sí, que voy a estar en la habitación de al lado, me interesa saber si mis deudos me llorarán más o menos que los de Arturo Valls.
Apetece hacerse creyente. Es lo que tiene la televisión, que te dan ganas de hacerte creyente. De lo que sea. De “Juego de tronos”. Del independentismo catalán. De la boda de Pilar Rubio y Sergio Ramos. De la vida después de la muerte y el más allá. El caso es creer. Es el principio y el fin de la televisión. Y, puestos a creer, la muerte que nos presenta “El cielo puede esperar” es la máxima creencia que nos podemos permitir los ateos. Qué envidia me dan los creyentes: viven permanentemente dentro de Movistar+.
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